Madagascar se encuentra en una profunda crisis política desde este martes 14 de octubre, cuando el Cuerpo de Administración de Personal y Servicios del Ejército de Tierra (CAPSAT), una unidad militar de élite, anunció la destitución del presidente Andry Rajoelina y la asunción del poder. Este golpe de Estado culmina semanas de intensas protestas populares en la capital, Antananarivo, y otras ciudades, reflejando el hartazgo ciudadano ante la mala gobernanza y una persistente inestabilidad. La interrupción del orden constitucional marca un punto de inflexión crítico para el futuro de esta nación insular africana, una de las más vulnerables del mundo.
Las movilizaciones, iniciadas el 25 de septiembre de 2025 por jóvenes de la «Generación Z», surgieron por los constantes cortes de agua y electricidad. Rápidamente, las demandas escalaron a un clamor contra la corrupción sistemática, el nepotismo y la presunta malversación de fondos bajo la administración de Rajoelina, reelegido en 2023 en comicios controvertidos. La violenta represión de estas manifestaciones dejó al menos 22 fallecidos y cientos de heridos, exacerbando el descontento público y alimentando la exigencia de su renuncia.
La situación dio un giro decisivo cuando el CAPSAT rompió filas con el gobierno, declarando su apoyo a los manifestantes y negándose a disparar contra civiles. Soldados de esta unidad de élite se unieron a las multitudes en las calles de Antananarivo. Ante la creciente presión, el presidente Rajoelina intentó sin éxito aferrarse al poder, denunciando un intento de golpe de Estado, destituyendo a su gabinete y disolviendo el Parlamento. Sin embargo, su autoridad se había erosionado, y la Asamblea Nacional, ignorando su orden, votó por su destitución. Finalmente, Rajoelina abandonó el país hacia un «lugar seguro», sin presentar una dimisión formal.
Con el presidente huido, el coronel Michael Randrianirina, líder del CAPSAT, anunció formalmente la suspensión de la Constitución y la formación de un consejo militar para asumir el control del país. Este nuevo órgano, compuesto por el Ejército, la Gendarmería y la Policía Nacional, y abierto a la participación civil, se ha propuesto «reconstruir los cimientos de la nación» en un período de transición política de un máximo de dos años. Durante este lapso, se prometió la celebración de un referéndum constitucional y elecciones libres, mientras la mayoría de las instituciones estatales, salvo la Asamblea Nacional, fueron disueltas.
Este episodio no es ajeno a la historia de Madagascar, una nación marcada por golpes de Estado y crisis políticas desde su independencia en 1960. El propio Andry Rajoelina ascendió al poder en 2009 con respaldo militar. A pesar de ser el principal productor mundial de vainilla, el país sigue siendo uno de los más pobres, lo que alimenta las tensiones. La comunidad internacional ha reaccionado con cautela; China ha urgido al diálogo, mientras organismos regionales evalúan posibles sanciones, subrayando la complejidad del escenario.
La toma del poder por los militares en Madagascar representa un reto formidable para la democracia. La interrupción constitucional, aunque emergida del descontento popular, genera incertidumbre sobre el futuro y la capacidad de establecer una gobernanza estable y transparente. Los próximos años de transición serán cruciales para discernir si este cambio impulsará una mejora genuina en las condiciones de vida de los malgaches y romperá el ciclo de inestabilidad que ha obstaculizado su progreso. La atención a la profunda crisis socioeconómica es ahora más urgente que nunca.
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